Me preguntaba si otra vez tendría que aceptar simplemente la ausencia de futuro, aceptar que el hombre-pareja era una quimera que tendría que perseguir la vida entera. Después de muchos amores, de búsquedas errabundas, de saltos mortales para atrapar la ilusión de paisajes más verdes y nutritivos, al fin había descubierto que cada geografía humana tiene sus precipicios. El reto no estaba en encontrarse, sino en la colonización del territorio como labor amorosa de dos seres imperfectos que se aceptan y acuerdan trabajarse las tierras, tender puentes, y que no se escapan al primer derrumbe o terremoto. La experiencia me brindaba su sabiduría justo cuando más agrietado y resbaladizo era el terreno.
Con Carlos, como con ningún otro, me despojé del vicio femenino de creerme telépata. La
Gioconda Belli
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