jueves, 25 de abril de 2019

La casa de mi madre

Pareciera que algo de lo que fui se quedó en los cubrecamas de mi infancia.
Hoy con mis 32 años siguen dando vueltas por las habitaciones esos cubrecamas infantiles.
Los que abrigaron mis sueños, a mis muñecos, mi soledad y mi cariño.
Ese manto protector que me protegió del afuera, del mundo hóstil, de los gritos.
Ese halo con el que me arropé cada noche.

Ese amor que me fue dado a través del tejido floreado y de las casitas redondeadas dibujadas en la tela suave del algodón.

La adultez materna los quiere cambiar por el gris polar masculino.

Y yo me niego, se me estruja el pecho de nostalgia, me caen las lágrimas.

Negocio y digo está bien, me puedo quedar con un sólo cobertor, el floreado. Porque es lo que mi madre quiere, es lo correcto, lo que se debe hacer. Porque acaparar está mal, por más que sea el pedacito de infancia que se aleja, se escapa para acurrucar a otra niña. 

En el corazón sigue estando la niña que se acuesta y mira el techo de madera de la habitación, aburrida esperando que llegue el sueño. 

Me inundan la compasión, la benevolencia y el perdón. Antídotos indiscutidos del reclamo y el resentimiento.

La alquimia de estas palabras, alivió un poco la presión en mi pecho y el cierre de la garanta. Al verlas escritas percibo el peso del dramatismo quizás infundando para un adulto pero no, para la niña que sigue viviendo en la casa de sus padres. 

Me duele sentir. Me da la sensación de que mi consideración continua hacia la sesibilidad ajena, no es reflejada del otro lado. Que tengo que darme el lugar para decir que todavía guardo nostalgia por la niña que fui. 
¿Será que ese cubrecama representa parte de lo que soy hoy? 

Me doy el espacio a escondidas en el baño para llorar y en esta hoja en blanco para entederme, crear mi propio ritual sanador. 

El cielo está gris, el viento otoñal inunda la habitación. Mueve las hojas con su energía imparable, para desprender lo que ya no sirve, lo impostergable. Que así sea. 


 

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